Buena parte de la Filosofía política –la vieja y la nueva– intenta responder a este dilema aún irresoluto. Y no se trata de ausencias de teorías satisfactorias o de incapacidad para entender la complejidad de las relaciones entre el ser social y sus entornos. El asunto radica en que, a pesar de todas las iniciativas hermenéuticas, persisten los claroscuros respecto a la idoneidad de la figura estatal como la encarnación de la violencia legítima, como decía Max Weber. Desde las teorías contractualistas, como la de Hobbes, la necesidad del Estado no tiene discusión puesto que, dejado al albedrío de su condición natural “el hombre es lobo del hombre”.
El Estado viene a regular las apetencias o instintos humanos que tienden a satisfacer sus necesidades y deseos –por encima de cualquier resistencia– y ello evita una sociedad en guerra perpetua. Combatir la satisfacción de las pasiones en contra de la razón, es una justificación importante de la existencia del Estado Moderno, habida cuenta de la propensión humana de ir tras sus deseos, sin más freno que los que le pueda colocar el entorno. En este contexto reflexivo, la institucionalidad garantiza que el uso de la fuerza para mantener el orden social, sea una cualidad estatal y –posteriormente– solo un recurso de último momento, frente a las acciones caprichosas o egoístas de quienes viven en sociedad.
Por supuesto, al asumir que el Estado es una construcción social, en la “onda” weberiana, su orientación tiene que obedecer a las demandas ciudadanas, en virtud de mantener ciertos niveles de equidad o –cuando menos– garantizar las condiciones para que esta sea posible. El problema comienza, cuando la sociedad parece ir contra sus propias necesidades colectivas, al elegir individuos como líderes que contradicen la naturaleza originaria del Estado y actúan en provecho de sus apetencias particulares o grupales (“socios”).
Esa concepción tribal que permea el liderazgo político en Latinoamérica, es una muestra fehaciente de la circunstancia descrita, tanto en Ecuador como en otras partes del subcontinente: las dificultades socioeconómicas que enfrenta la población, no son una consecuencia de la existencia del Estado, en su lugar, puede ser vista como la inadecuación de la sociedad respecto al Estado, queriendo –la mayoría de las veces– torcer su vocación igualitaria y, colocar –una vez más– el monopolio de la fuerza “en unas o pocas manos”. Se trata de una visión retrógrada de las tareas políticas, en donde se apuesta por colonizar las instituciones encargadas de administrar el poder político, para colocarlas a la orden del poder económico, con todas las perversiones que ello implica.
Resumiendo, a estas alturas sería una necedad poner en duda la necesidad de concentrar el monopolio de la fuerza en el Estado, de lo que se trata es de rehacer el espíritu de la política como un ejercicio de vocación humanística y que regule el uso de las “otras fuerzas” fácticas, que posibilita la emergencia de la desigualdad y las injusticias que siguen siendo vanguardia en nuestros países, en contra de cualquier posibilidad de bienestar social.